Una fría noche en Edimburgo
Nunca compro souvenirs cuando viajo. Lo que atesoro son los momentos.
Nunca compro souvenirs cuando viajo. Lo que atesoro son los momentos.
Me gusta mucho viajar. Creo que es de las mejores formas de aprender. Uno se vuelve… hay una palabra en alemán que me encanta: unvoreingenommener. Significa algo así como más libre de prejuicios, por traducirla de una manera simple, pero en realidad significaría algo así como “quien no asume cosas de antemano”, y en comparativo. Porque la palabra “prejuicio” tiene esa connotación negativa, es decir, quien tiene un prejuicio sobre algo o alguien, se sobreentiende, tiene una creencia negativa sobre eso. Pero me estoy yendo por las ramas. Yo soy latinoamericano, y como tal estoy tristemente acostumbrado a ver personas en indigencia, algo endémico en nuestras ciudades. Algo que me sorprendió viajando por países europeos fue ver a gente en la misma situación, cosa que, de antemano, yo había asumido que no vería.
Me gusta mucho, además, viajar solo. Por muchas razones, pero entre ellas porque, como los seres humanos somos seres sociales, cuando viajo solo no tengo la oportunidad de cerrarme en mi grupo de compañeros de viaje y me veo obligado a socializar con extraños. Desconocidos con otra cultura. Me parece increíble, y trato de hacerlo siempre que puedo. Nunca compro souvenirs cuando viajo. Nunca compré ninguno. Ni un llavero, ni un imán. Lo que atesoro de mis viajes, mis souvenirs, son esas charlas que logro tener con perfectos desconocidos cuando me alejo del circuito turístico y voy, por ejemplo, a algún barcito perdido en algún rincón desconocido de una ciudad.
Esa vez estaba en Edimburgo. Si algún día pueden ir, vayan. Esa ciudad es mágica. Mágica no, en realidad, y sobre todo de noche, es atemorizante. Pero en el buen sentido. Está llena de historias sobrenaturales, hay tours nocturnos por los cementerios, está llena de pasadizos estrechos y oscuros a la salida de los cuales uno puede encontrarse a un actor disfrazado de fantasma corriendo y dando alaridos. Y está llena de escoceses, uno de los pueblos más amables que he conocido.
Me llamó la atención, sí, la cantidad de gente que vi viviendo en la calle. Algo que, repito, había asumido de antemano que no vería en un país así. Había una chica que estaba siempre frente al hostel en el que me estaba quedando. Con un cartelito pidiendo ayuda. Con un vaso de plástico en el que a veces había algunas monedas. Con un bolsito, y un par de frazadas.
Yo había cambiado dinero en, lógicamente, libras esterlinas. Cuando cambié me dieron muchos billetes de 20 libras, y uno solo de 50. Al momento de cambiar, no sé por qué, pensé que a ese billete de 50 tenía que darle un uso especial. Lo que cuento pasó hace varios años ya. Por los precios que vi en Edimburgo en ese momento 50 libras eran, además, una cifra nada despreciable.
Una noche gélida, volviendo al hostel después de haber visitado innumerables bares, volví a ver a esta chica sentada en la calle envuelta en una frazada, con su cartelito y su vaso. Como he dicho, me llamaba mucho la atención ver personas en esa situación en países donde yo creía que no habría tal cosa. Y estaba viajando solo, por lo que mi capacidad de socialización con extraños estaba en su máximo nivel. Así, decidí hablar con ella. Después de pedirle permiso me senté junto a ella en la calle. Ni le mentí ni traté de darle muchas vueltas a la cosa. Le conté quién era yo, de dónde venía, y le dije sin más que me llamaba la atención ver gente en su situación en un país así, y que me gustaría conocer su historia.
Ella se mostró interesada. Sonrió al principio, y luego, entre risas y lágrimas, soltó su historia. Que se llamaba Daniela, que era rumana, que había emigrado a Escocia buscando un futuro mejor pero que había tenido mala suerte. Y también preguntaba. ¿Por qué había viajado yo a un destino tan frío? Porque lo peor de Escocia, me decía ella, es el frío. A mí se me ocurrió preguntarle si volver a Rumania era una opción, y ella me dijo que en ese momento era presa de su situación, que un pasaje de avión era algo inalcanzable, que su preocupación era conseguir, diariamente, algo de dinero para comprar comida, y protegerse del frío. Porque lo peor, repetía, es el frío, y me volvía a preguntar por qué no había elegido un destino más cálido para mis vacaciones. Después de un rato de charla nos dimos un apretón de manos y nos miramos sonriendo y con los ojos llorosos. Yo entendí en ese momento que ese billete de 50 libras al que quería darle un uso especial era para ella, y se lo regalé. Nos despedimos, yo seguí mi camino a mi hostel con el alma estrujada por la historia de esta chica y con el engañoso alivio de que, al menos, le había solucionado el presupuesto por algunas semanas.
Al día siguiente, en la tarde, me la volví a cruzar. Sonriente, felicísima. Con una pequeña bolsa de una tienda de ropa cara.