Historia en el Bar

Otros 2021 Javier

Ese encuentro fue tan especial que transformó una noche de tragos en una aventura extraordinaria

Comenzar la lectura

Creo que la mayoría de los bares deberían ser patrimonio histórico de la humanidad. No imagino a alguien que se oponga, así como estoy convencido de que todos tuvimos alguna vez una historia de bar que nos marcó para siempre.

Lo que sigue me pasó el primer fin de semana de marzo de 2020, cómo olvidarlo, una semana antes de que en España se decretara el aislamiento obligatorio por la pandemia del Covid-19 que explosivamente se extendió por el resto del mundo.

Ese sábado estaba solo, porque el grupo de viaje había partido a una visita guiada a dos pueblos aragoneses y retornaría muy tarde a la noche. Yo visité en un viaje anterior esos lugares, por eso decidí quedarme y hacer un plan propio para ese día. Especialmente pensaba en la noche, en esas calles empedradas del casco viejo zaragozano, donde la historia se respira en cada taberna de construcción milenaria.

No era fácil elegir un lugar donde ir de tapas, por la amplia oferta y porque lo que definiera no tendría una sugerencia previa de un lugareño. Así que fue azarosa la elección del lugar. Con cierta experiencia y un poco de olfato, creí haber ingresado al lugar correcto. Lo primero que tuve en cuenta fue el aspecto exterior, quería que la fachada trasuntara mucha historia. Adentro, la fusión de aromas de la cocina predominaba en el ambiente.

Empecé por pedir lo que el mozo definió como la mejor tortilla de patatas de Aragón, irresistible con esa definición. Y por supuesto que también le pedí que me recomendara un vino tinto de los más sobresalientes de la bodega del local (acorde a mi bolsillo, claro).

Mientras comenzaba a degustar estas delicias mi vista periférica captó a las personas que estaban a mi alrededor y mi mirada se detuvo en un señor mayor, probablemente octogenario. Él también degustaba una copa vino acompañando una comida.

No tendría nada de extraño ver a una persona sola cenando en un lugar así, pero mi imaginación fue más allá y pensé en cuánta historia tendría para contar ese lugareño en caso de que residiera allí.

En un momento este señor levanta la mirada y me observa detenidamente, seguramente porque a él también le llamó la atención que en una mesa contigua estuviese ocupada por alguien solo con aspecto de turista (al menos así me autopercibo toda vez que me encuentro lejos de casa).

La segunda vez que entablé una conversación con el mozo mi vecino de mesa se esforzó por entender el diálogo. Y cuando el trabajador se retiró a buscar mi postre (una simple pero exquisita natilla) este señor me saludó a la distancia con la mano, se despegó de su asiento y se acercó a mi mesa. Se presentó muy amablemente y me preguntó cómo me sentía.

Cuando respondí sus primeras preguntas, él me contó que era el dueño del establecimiento, una taberna inaugurada en 1826 por su bisabuelo (cocinero de la nobleza francesa que había huido del país a causa de la Revolución). Yo me sentí emocionado por estar en un local con casi 200 años de historia ininterrumpida.

Allí empezó una charla que duró más de una hora y recién al final supe por qué tuve esa oportunidad. Yo estaba muy interesado en salir de allí con más de una anécdota de las miles que habrá tenido ese lugar como escenario.

Donde yo estuve almorzó Joan Manuel Serrat en 2011, luego de visitar el museo Pablo Serrano. Pero no es la historia más extraordinaria que recuerda Arturo, este anfitrión que camina lento y encorvado a sus 83 años, dato que me confirmó en medio de sus relatos.

Esta taberna fue cenáculo de episodios trascendentales de la historia española; Arturo recuerda al pasar las reuniones clandestinas durante el franquismo y pone énfasis en la devoción que el dictador tenía por Zaragoza y en particular por la Virgen del Pilar, cuyo principal centro de culto se halla en la Catedral Basílica de esta ciudad aragonesa.

Durante esos años convulsionados y oscuros, su abuelo pensó que sería una buena idea modificar la fachada de la taberna para evitar inconvenientes con el régimen, dotándola de un aspecto de capilla barroca con la imagen de la virgen, aunque todos sabían que en su interior se ofrecía gastronomía. Era un lugar de encuentro donde incluso asistían algunos defensores del régimen franquista, así como miembros de la Falange, pero también y principalmente opositores que se organizaban para analizar la situación política y articular estrategias de defensa. Era increíble verlos mezclados sin que los identificaran, cuenta Arturo.

Este bar fue testigo privilegiado de un sinnúmero de eventos durante la guerra civil española que entre los años 1936 y 1939 partió a España en dos y que tuvo como principal objetivo derrocar a la República, en lo que fue el conflicto más sangriento después de la Primera Guerra Mundial.

Pero antes de ese episodio histórico ya ocurrían destacados encuentros en este lugar. «Aquí estuvieron García Lorca, cuando volvió a España, Neruda y Girondo discutiendo de política», comentó Manuel, como si se tratara de una anécdota más de las tantas que recuerda y que se suma a otras que le contó su abuelo.

Podría escribirse un libro con varios tomos sobre este sitio, pero Manuel no quiso cerrar el diálogo sin contar el día que el Real Zaragoza, la principal institución deportiva de la ciudad, conquistó la Copa del Rey triunfando nada menos que ente Real Madrid por 3 a 2 en tiempo extra.

«Imagínate lo que fue esto, teníamos miedo que alguien se cayera por el balcón», nos dice mientras señala la parte de arriba del local.

Me mencionó a dos jugadores –que ahora no recuerdo– de esa plantilla campeona que a la semana pidió reservas con sus familias para festejar lo que hasta hoy sigue siendo el mayor hito deportivo del club. Solo basta con recordar que del lado del Real jugaban Zidane, Figo, Beckham y Raúl, por citar solo a cuatro estrellas merengues.

Manuel también recuerda claramente el día que la delegación de Honduras visitó el lugar, en el marco del mundial de fútbol de 1982, cuando la Romareda (estadio del Zaragoza) acogió tres encuentros. «Ellos eran muy buenos, se hicieron bastante populares aquí, la gente los alentaba por el idioma y por su simpatía», recuerda Manuel.

Entre tantas anécdotas increíbles finalmente llegó el mozo con la cuenta, pagué y no pensé un instante en dejar una buena propina. Es que nunca pensé que una simple cena terminaría siendo un viaje en el tiempo de la mano de un guía extraordinario. Antes de retirarse me dio la mano, me miró serenamente y me dijo: «La verdad es que me acerqué a ti porque te confundí con otra persona. Pero fue muy agradable el diálogo. Que tengas una buena estadía en Zaragoza», terminó.

Vaya si las oportunidades están en todo lugar y en cualquier momento, pensé. Respiré profundamente con los ojos cerrados intentando llevarme un último aroma desde lo profundo del tiempo para que me acompañe de regreso al hotel. Y me fui.